domingo, 31 de agosto de 2008

A medio camino entre Nino y Habermas: ¿Cómo justificar la democracia?




Jürgen Habermas y Carlos Santiago Nino



Tomando como punto de partida las diferentes posturas sobre la justificación de la democracia que Nino explica (y critica) en el Capítulo IX de su "Ética y Derechos Humanos" , hemos podido observar puntos positivos y negativos en cada una de ellas que las hacen casi igualmente deseables.

Pero concita sobremanera nuestro interés la teoría acerca de la democracia como procedimiento equitativo, a la que el autor otorga escasa importancia en el texto.

Postula esta concepción el hecho del reparto igualitario del poder político, o del poder de incidir en lo que Nino llama “decisiones políticas”, que se presenta en una forma de gobierno democrática. Este carácter que la democracia presenta daría la legitimidad a las decisiones que en su seno se toman, ya que han sido acordadas en (relativa) igualdad de condiciones, y también a la ejecución de esas decisiones. Es decir, constituye un fenómeno volitivo que por sí mismo sería deseable.

La crítica que plantea el autor a esta postura, es la siguiente: dado en principio un poder igualitario para participar del proceso democrático de toma de decisiones entre todos los individuos del grupo social, nadie puede garantizar que tal poder mantendrá su esencia equitativa, pues podría ocurrir que algunos controlen el voto de otros (v.gr.: mediante estímulos económicos, es decir, contraprestaciones). Asimismo, puede degenerar este régimen y aprobar decisiones profundamente inigualitarias, dadas ciertas características sociohistóricas concretas (como ocurrió con el “apartheid” en Sudáfrica, por citar sólo un caso).

Nos parece que Nino está basando su refutación en ciertas circunstancias históricas, lo que va en desmedro de una explicación no contingente y ahistórica de la democracia. Esto significa, en otras palabras, que se está entendiendo a la democracia como “régimen demo-representativo”, como un sistema de poder surgido en la Edad Moderna en el que las preferencias de los representantes superan el tamiz del “bien común” y canalizan las del resto de la población (por utilizar términos de Madison) y que es posible en una sociedad de mercado con propiedad privada, en la cual los políticos son burócratas que cumplen un cierto rol en la división del trabajo social.

Los dos ejemplos que nos provee el notable filósofo argentino ingresan en el marco del concepto de “poder sistémico” habermasiano: en un caso, el recurso a la contraprestación es más potente que la deliberación; en el otro, el recurso a la fuerza (el control por un grupo social del aparato coactivo estatal) supera de igual forma a la interlocución abierta, y esto se manifiesta en el predominio de amenazas.

No hay rastros de “poder comunicativo” en tal posición: al autor naturaliza a la democracia representativa y al aparato político del Estado moderno, que se reproduce a sí mismo, evitando la efectiva igualdad entre quienes debaten (en este sentido el poder es “sistémico”). Los participantes son engranajes de la máquina del poder.

En los regímenes demo-representativos actuales (o “poliarquías”, al decir de Robert Dahl) los debates son apagados por obra y gracia del monopolio de la coacción en la figura del Estado. Aun si socialmente se debatiese, la fuerza de las decisiones que se aprobasen y la validez de los principio surgidos de un cierto discurso moral consensuado no tendría ninguna fuerza, pues la deliberación y la imposición de los presupuestos morales socialmente necesarios son manipuladas por órganos instituidos a tal fin, aunque sean una escasa muestra del espectro social. Y más aún, la naturaleza del ejercicio de la representación es individual, vale decir: el político no es un delegado o mandatario de sus votantes sino que su voluntad es independiente de ellos y más bien está por encima de los mismos, lo que autoriza desvío absolutamente condenables de los anhelos del pueblo (consecuencia de que ésta se exprese de forma meramente electoral y programática, siendo casi de ninguna importancia en los períodos inter-electorales).

Todo lo cual torna al vocablo “democracia”, en su aplicación a los regímenes de hoy día, en un pleonasmo, en una expresión destinada a “hermosearlos” y fijarlos en lo más profundo del subconsciente.

Y entiéndase bien: no estamos aquí renunciando al Estado, a la Constitución o a los principios liberales que tanto trabajo ha costado implantar y que sustentan los gobiernos actuales.

Simplemente exponemos las que a nuestro entender son las dificultades inherentes a la forma de Estado actual, que consideramos deberían ser rápidamente corregidas.

Un cierto grado de concentración de poder en manos de pocos va en desmedro de ciertos intereses fundamentales: ¿cómo funciona el principio de autonomía cuando grandes grupos sociales se encuentran sujetos a lo que pacten representantes omnímodos, que incluso podrían sancionar hasta la ley más descabellada sin siquiera consultar sus intereses? ¿Cómo ampliaríamos el espectro político?

En cuanto al modo de proceder para la adopción de decisiones, sostenemos que debe tratarse de una mayoría simple (aunque la simpleza consista en apenas un voto de diferencia). Si intervenir en estos procesos implica consentir sus resultados, las minorías deberían prestar tal consentimiento. De todos modos, siempre habrá derechos que ellas tengan garantizados en tanto tales, y nada impide que sean mayoría en una discusión futura. Para que esto ocurra es menester que el consenso sea continuamente reestablecido, y los principios morales obtenidos de él están sujetos a una revisión constante.

Y sostenemos que los diferentes “constructivismos” que trae a colación Nino tienen en sí una sustancia similar: la variedad “ontológica” acierta en que los principios moralmente válidos surgen de una discusión real sometida a ciertas condiciones, que serían para nosotros las de los presupuestos y reglas del discurso moral (como aduce la vertiente “epistemológica”).
Sin duda que anteriormente a la discusión no hay principios morales válidos, sino “pre-principios” que los interlocutores esgrimen para matizar con los “pre-principios” ajenos y así llegar cooperativamente a la verdad. La discusión versará sobre “pre-principios” que no son en sí mismos válidos sino hasta que surgen (con tal validez) como principios del discurso moral previo (del balance que hace el grupo concernido entre requisitos de racionalidad, conocimiento e imparcialidad que están sociohistóricamente determinados), aunque de una forma imperfecta.
La traslación deficiente de la validez de las pautas morales a las de las normas jurídicas o decisiones acordadas es, no obstante, remediable en parte por medio de la ampliación del arco político decisorio. Recordemos que los principios de moralidad son geográficamente particulares y meramente históricos: los de un ciudadano jujeño de la actualidad no son con seguridad muy similares a los de un holandés que haya vivido en el siglo XVIII, por dar un burdo ejemplo, y por razones que no vendría al caso citar (no obstante es indispensable mencionar los adelantos a nivel intelectual y las infinitas comodidades que se expandieron en el mundo en los períodos moderno y contemporáneo, dando origen a nuevas cosmovisiones, susceptibles de modificaciones cada vez más periódicas debido al carácter transitorio del universo de creencias humanas y al apaciguamiento del individuo moderno, lo que lo induce en mayor escala que sus antecesores a replantearse su posición en el fuero de la conciencia y a pensar, dejando de lado la fuerza y el salvajismo, en la mayor parte de los casos).

Por ello expresamos nuestra cautela respecto de la validez de esos principios: el consenso debe ser continuamente reestablecido, como dijéramos, a causa del peligro que implica lo opuesto, que es la perpetuación de un statu quo que resulta de imposible de revisión ulterior (como ocurriría si la exigencia de mayoría simple se convirtiera en una de unanimidad, en la que el poder lo tendría aquél que defiende el estado de cosas existente, frustrando los propósitos de todos los demás).
La Constitución debería de tratar de lograr -enhorabuena- el acercamiento del pueblo a la política entendida como intercambio discursivo, nunca como enfrentamiento de fuerzas o choque de facciones encontradas; tal vez precisamente esto se evite de esa forma. Es hora de descentralizar la coacción hasta quizá eliminarla, o al menos suprimir la apelación a ella (pero sin recurrir a la “utopía panóptica”, a la que es dable llamar “coacción moral”). De ampliarse el espectro decisorio, tal vez desaparezcan estos “puntos descentrados de lo social” a los que Foucault hacía referencia, acercándose al centro mismo del proceso de toma de decisiones. Para lo cual es imperativo fomentar el debate constante, pero otorgándole una cierta fuerza ejecutiva a loa políticamente menos privilegiados (a los “representados”, o dicho de una manera más pertinente, los “no representantes”) y a las decisiones que de ellos surjan, y así el escindido poder político sería pasible de retroalimentación con aquello que constituye lo más rescatable de la discusión política no convencional (la “escisión a la que aludimos entre política convencional y sociedad es fácilmente verificable de forma empírica).

Lo que el autor denomina “decisiones políticas”, en las cuales la igualdad de poder provocaría una igualitaria influencia, es fruto de lo recientemente expuesto: hay una clara división entre “decisiones políticas” y “simples actos lícitos” (terminología del derecho civil plenamente aplicable). De modificarse la estructura institucional tal disimilitud no existiría, aunque sea no en una magnitud tan abismal. Las “decisiones políticas” podrían ser tomadas en la sociedad, no únicamente en los poderes constituidos, disminuyendo tamaña escisión que ya planteamos.
En fin, la postulación y revisión de presupuestos morales, imbuidas de periodicidad, permitirían esbozar un nuevo consenso ante la disconformidad moral con ciertas directivas que no se ajusten a la moralidad de un momento determinado de manera eficiente. Pero tal disconformidad debería ser argüída en relativa igualdad de condiciones por cualquier integrante del grupo social, siempre que concite la mayor adhesión a sus “pre-principios” y los constituya como principios propiamente dichos, de acuerdo a las reglas del discurso moral, y luego de sucesivas etapas.
Al fin y al cabo, los grandes cambios han devenido de la sociedad civil. Y ya que no se le da la adecuada dimensión que merece en un sistema de representatividad tan concentrado, bueno sería darle cabida en un nuevo modelo de Estado y de ingeniería constitucional, aunque más no sea para que en grupos reducidos fijen las reglas inamovibles que los guiarán. Las cooperativas deberían legislar para sí y sus miembros, dado que con seguridad forman una estructura a la cual ninguna otra supera en igualdad decisoria. Y esto último es propuesto meramente a título ilustrativo. Cualquier intento de “repartir la torta” será bienvenido.